Pani puri
Cada tarde, cuando finalizamos nuestras actividades con los niños, a una hora en la que ya empieza a anochecer, salimos del orfanato para despejarnos un poco antes de la cena.
Habitualmente caminamos algo menos de medio kilómetro hasta un puesto callejero en el que venden una especie de aperitivos que denominan pani puri, muy populares en India, Nepal, Pakistán y Bangladesh. Allí nos sentamos un rato, yo en mi silla de ruedas y mis acompañantes en unas sencillas sillas de plástico que el dueño del negocio ha colocado en la calle, en torno a su chiringuito, para hacer más llevadera la espera, porque son muchas las personas que acuden allí en busca de ese manjar y se hace necesario guardar turno.
Pani significa agua y puri pan. Así pues, un pani puri es una exquisitez básicamente elaborada con una bola hueca de pan frito muy crujiente, del tamaño de una pelota de tenis de mesa, que se puede rellenar con una enorme variedad de productos vegetales condimentados con todo tipo de especias, generalmente acompañados de un chorrito de agua de tamarindo, por eso lo de pani.
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Lo cierto es que la mayoría de las guías turísticas de India recomiendan no comer ningún alimento de los que se venden en puestos callejeros. Algunas incluso desaconsejan expresamente ingerir pani puri por la falta de garantías sanitarias del agua que se utiliza en ese tipo de comercio ambulante. Recuerdo que hace ya más de quince años, una de las veces que vinimos aquí por la adopción de Roshní y Chandrika, nos atrevimos a comprarlos a un vendedor itinerante que portaba su mercancía en un precioso carrito engalanado con letras doradas y una abigarrada decoración al más puro estilo indio. En aquella ocasión cedimos a la insistencia de nuestras hijas, quienes, como la mayoría de los niños indios, adoraban los pani puris. Irreflexivamente Aurora y yo también los comimos, supongo que contagiados por el optimista entusiasmo de nuestras hijas.
Aquel desliz nos supo a gloria, y afortunadamente no tuvo consecuencias para ninguno de los cuatro que lo probamos. Pero aparte de ese episodio, no volví a probar ningún pani puri más. Durante años me resistí a la tentación, a pesar de que los ojos se me iban detrás de las pequeñas esferas de pan frito cada vez que me cruzaba con un carrito de pani puris.
Hace tres o cuatro años escuché decir a una monja de Matruchhaya que había un puesto de pani puris, no muy lejos del orfanato, que se había hecho famoso por la variedad y la calidad de esos populares aperitivos. Además, añadió que en su opinión allí tenían más higiene que en el resto de los comercios callejeros. Aquella afirmación fue suficiente para que yo levantara la veda del pani puri y me atreviera a probar, por segunda vez en mi vida, del fruto prohibido. Descubrí que en ese chiringuito, un verdadero paraíso terrenal, tenían, además de pani puri, una enorme variedad de opciones, aunque todas con el mismo aspecto externo. A partir de ese día me deleité descubriendo los sorprendentes sabores del ragda puri, dahi puri, chatni puri, mithi puri, bhel puri o sev puri. Un auténtico festival para el paladar. Cada bolita de pan frito rellena de pequeños trozos de cebolla, tomate, guisantes, puré de garbanzos o de patatas, y condimentada con agua de tamarindo, sal, jengibre, chili, cilantro, masala o salsa picante, se mete entera en la boca y, al masticarla rompiendo la cáscara crujiente de pan, ofrece diversas notas de sabor que se funden en la boca pero pueden diferenciarse perfectamente, aunque he de reconocer que muchos de esos sorprendentes sabores para mí resultaban absolutamente desconocidos.
Llevado por la alegría de haber descubierto un lugar tan extraordinario, el año pasado, con el consentimiento de la directora de Matruchhaya, pedimos al dueño del fantástico chiringuito que viniera a Matruchhaya para ofrecer sus exquisiteces a nuestros niños la noche de nuestra despedida. Algunos de los niños más glotones, como Raja o Ashok comieron más de treinta pani puris. Según me dicen, a ninguno de ellos les sentó mal la cena de ese día, todo lo contrario, lo que acrecienta nuestra confianza en ese puesto callejero, por eso les hemos pedido que acudan de nuevo al orfanato el día 6 de diciembre, para que nuestra despedida al menos deje en la boca de los niños un agradable sabor.
Matruchhaya, a 22 de noviembre de 2015.
José Luis Gutiérrez
José Luis Gutiérrez Muñoz es Profesor Titular del Departamento de Escultura de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid. Residente en Pinto, es el promotor de una labor humanitaria, desde 2004, en orfanatos de India, Nepal y Ecuador. Ha publicado dos libros sobre sus experiencias, "De sol y de luna", en el que relata la adopción de sus dos hijas, y "La balsa de Quingue", relatos sobre la vida de los niños y niñas de estos orfanatos. El año pasado publicó su primera novela "Por amor al arte" y este año ha publicado "Lugares del abandono".


















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