Excursión
El pasado lunes 27 de octubre, después de cenar, nos dirigimos con los niños de Matruchhaya, más algunas cuidadoras, a la estación de ferrocarril de Nadiad.
Éramos 44 personas en total, porque nos pareció
prudente que los más pequeños se quedaran en el orfanato. Allí cogimos un tren
que, tras once horas de viaje, nos llevó hasta Jodhpur, una atractiva ciudad
del Rajasthan. Viajamos repartidos en un par de vagones con un sistema de
asientos que, llegada la hora, podían convertirse en literas para dormir. Había
más pasajeros que plazas, algo habitual en los ferrocarriles de India,
especialmente en estas fechas vacacionales en las que muchas personas se
desplazan para visitar a sus familiares. Esto significaba que numerosos
viajeros paseaban por los vagones en busca de cualquier pequeño hueco en el que
poder sentarse. Me sorprendía comprobar que quiénes habían reservado litera,
como nosotros, no se enojaban cuando algunos pasajeros sin acomodo aprovechaban
la más mínima ocasión para descansar un rato sentándose en cualquier pequeño
hueco que quedase libre, o tumbándose en el pasillo.
Viajar en tren aquí es un verdadero espectáculo. La variedad
de personajes que uno se encuentra en esos austeros vagones parece incluso
mayor que la que podemos encontrar en el exterior, que ya de por sí es mucha,
como si en el ferrocarril viajase una muestra selecta de la extraordinaria
diversidad de la sociedad india. Vendedores ambulantes de té, agua, refrescos o
todo tipo de comidas, no paraban de recorrer los vagones con su persistente
letanía. De vez en cuando aparecía algún santón repartiendo bendiciones,
semidesnudo, con su callado de madera y un pequeño recipiente metálico que
utilizaba para pedir limosna sin demasiada insistencia, al menos no tanta como
la de algunas madres jovencísimas que exhibieron a sus bebés completamente
desnudos de vagón en vagón para tratar de conseguir algunas rupias. Dos
travestis, ataviados con coloridos saris y exageradamente maquillados,
recorrieron igualmente todos los compartimentos del convoy provocando con sus
gestos y palabras, supongo que obscenas, a los pasajeros que se mostraban
indiferentes o se limitaban a sonreír, como si estuviesen habituados a ese tipo
de pantomimas.
Además, un vagón de tren es el entorno idóneo para que los
indios muestren su natural curiosidad y su carácter amigable. En un viaje tan
largo hay tiempo para charlar y para interesarse por la vida y las
circunstancias de los demás pasajeros, especialmente si son extranjeros. El
pelo rubio de Clara y Andrea nos delata a la legua como foráneos. Pero además
mi llegada a la estación y mi entrada en el vagón sentado en mi silla de ruedas
auxiliado por mis fieles Ram y Laxman y escoltado por un nutrido grupo de niños
de Matruchhaya, entre los cuales incluyo a mi propia hija Chandrika, hizo que
nuestra presencia no pasara desapercibida. No sé cuántos pasajeros se
interesaron por mi salud y por el propósito de nuestro viaje. Como llevábamos
unas tarjetas identificativas colgadas del cuello, para que en caso de que
algún niño se extraviarse cualquiera pudiese identificarle y telefonear al
móvil de alguno de los responsables del grupo, numerosos curiosos, antes de
iniciar conversación leían la somera información que esas cartulinas
plastificadas ofrecían. En ningún momento me sentí molesto por la curiosidad de
nuestros compañeros de viaje, quienes además se mostraron amables y generosos a
la hora de intercambiar literas para facilitar nuestro reagrupamiento, ya que
nuestras plazas estaban un tanto dispersas.
Cuando llegamos a Jodhpur nos dirigimos en autobús al Our Lady of Pillar School, un moderno centro educativo perteneciente a la misma orden religiosa que Matruchhaya, donde nos ofrecieron alojamiento. Después de comer empleamos varias horas en visitar el palacio fortificado de Mehrangarh, en lo alto de una colina desde la que se domina toda la ciudad, en cuyo casco antiguo, alrededor del fuerte, predominan las casas pintadas de azul. Al parecer, en principio los brahmanes utilizaban ese color para las fachadas de sus casas como gesto distintivo de su alta casta, pero pronto corrió el rumor de que esa pigmentación desagradaba a los mosquitos y por tanto era una buena manera de evitar la malaria, gracias a lo cual proliferó el azul en las paredes externas de las viviendas de esa ciudad. Cuando se desmintió esa creencia, se continuó optando por el celeste por motivos puramente estéticos o probablemente turísticos, ya que Jodhpur empezaba a ser conocida como la Ciudad Azul.
El miércoles 29 de octubre era el día en que Kinnari cumplía
17 años de edad. Una jornada memorable no sólo para ella, sino para todos los
que formábamos parte de esa expedición. Nos levantamos a las cuatro de la
madrugada para emprender viaje en autobús hacia Jaisalmer, a unos 250
Kilómetros de Jodhpur, en el corazón del desierto del Thar, para lo que
necesitamos más de cinco horas. Sin duda viajar en tren en India es mucho más
interesante que en autocar. Invertimos un par de horas en pasear por las
estrechas calles de la que llaman la Ciudad Dorada, por el tono ocre de la
piedra con la que están construidas la mayoría de sus casas, templos y
palacios. Las canteras de ese mármol de buena calidad están muy próximas, en
las afueras de la ciudad, lo que hace que sea el material predominante en todas
las construcciones. En lugar de un par de horas, me hubiera gustado invertir
varios días en recorrer las estrechas calles de esa atractiva ciudad, pero
nuestro tiempo era limitado.
Comimos en la azotea de un restaurante con unas espléndidas
vistas sobre la ciudad. Allí sorprendimos a Kinnari con una tarta para celebrar
su cumpleaños, quien se emocionó al escucharnos cantar para ella el "happy
birthday". Después de comer visitamos un lago en el que los niños pudieron
dar un paseo en barca. Al atardecer, montamos nuevamente en nuestro autocar
para adentrarnos varios kilómetros en el desierto del Thar. Allí nos ofrecieron
un largo paseo en camello por las impresionantes dunas, pero también pudimos
contemplar un espectáculo musical y los niños tuvieron ocasión de jugar rodando
y rebozándose en las arenas del desierto.
Ya de noche emprendimos viaje de regreso a Jodhpur, para alojarnos en la misma escuela que nos acogió el día anterior, con la intención de iniciar viaje de regreso a Nadiad el día siguiente. Llegamos a Matruchhaya en la madrugada del viernes 31 de octubre. La monja encargada de los niños, antes de llegar a nuestro destino me dijo que Shubob, un huérfano de unos seis años de edad, el más pequeño de los que viajaban con nosotros en esa expedición, emocionado por la experiencia en el desierto, y por todas las vivencias de esos días, en el viaje de vuelta a Nadiad le dijo, al tiempo que se tumbaba en su litera del tren:
–¿Sister Shital, tú crees que esta excursión ha sido un regalo de Dios por haberme portado bien durante todo el año?
Matruchhaya, a 2 de noviembre de 2014.
José Luis Gutiérrez Muñoz es Profesor Titular del Departamento de Escultura de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid. Residente en Pinto, es el promotor de una labor humanitaria, desde 2004, en orfanatos de India, Nepal y Ecuador. Ha publicado dos libros sobre sus experiencias, "De sol y de luna", en el que relata la adopción de sus dos hijas, y "La balsa de Quingue", relatos sobre la vida de los niños y niñas de estos orfanatos. Este año publicó su primera novela "Por amor al arte".






















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