Impagables vacaciones pagadas
En junio de 1936, el gobierno socialista francés, presidido
por Léon Blum, reconoció por primera vez el ocio como un derecho de los
ciudadanos, y como aplicación práctica de ese derecho el parlamento tomó dos
decisiones históricas: la reducción de la jornada laboral a 40 horas semanales
y el derecho a 15 días de vacaciones pagadas al año. Fueron fruto de duras negociaciones
entre empresarios, sindicatos (CGT) y gobierno, surgieron tras varios meses de
numerosas e intensas movilizaciones y huelgas, y en un contexto histórico bastante
convulso, con la guerra civil en España y el auge del nazismo en Europa.
En diciembre de 1948, la ONU las reconoce en la Declaración Universal
de Derechos Humanos, en el Artículo 24: “Toda persona tiene derecho al
descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la
duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas”.
Casi todo el mundo desarrollado reconoce y aplica ese
derecho (excepto, por ejemplo, Estados Unidos, donde no son obligatorias). Pero
en tiempos de crisis las vacaciones pagadas parecen un lujo, su unión a
términos como turismo o viajes lo facilita y hace perder la perspectiva. Si en
un mundo volcado sobre la producción, el trabajo y el consumo las vacaciones son
necesarias, en ese mismo mundo deberían ser obligatorias para quienes no pueden
acceder a esa producción, ese trabajo, ese consumo.
Por salud mental, por aplicación del contrato social, por dignidad, todo el mundo debería poder disfrutar de unos días de cambio, de desconexión, de recarga, en la playa o en la ciudad, en casa o en un hotel, un tiempo de paz, un paréntesis de autoestima y respeto. Todo el mundo.
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