Songe d´Automne
Yo no elegí estar allí y allí me hallaba, yo no debería recordarlo, no hay ninguna razón para tenerlo y mantenerlo grabado a fuego, o a hielo, en mi mente y, sin embargo lo recuerdo.
Lo recupera mi memoria cada
cierto tiempo sin yo pedírselo ni desearlo y me traslada allí, al gélido
aliento del momento exacto y es tan nítido el recuerdo que parece estar
sucediendo en ese instante.
Parecía
que hoy no era día de evocar momentos pasados, no obstante la apariencia vuelve
a ser mentirosa y así, en un andén del metro, he percibido una melodía casi
desahuciada, desterrada de las partituras, una pieza que me eriza el vello cada
vez que la oigo. Un violín cercano derramaba por los pasillos del suburbano las
notas de Songe d´Automne, la última canción, el telón que culminó la tragedia.
Empiezo
a recordar mientras busco el rincón del violinista, no me resisto a ver el
rostro del músico que evoca sucesos acontecidos hace más de un siglo y las
imágenes, esas que no deberían estar dentro de mí, se van proyectando en mis
retinas, solo en ellas.
Veo
la cena de nochebuena, una cena pobre como es tradición en la familia, apenas
tengo una semana de vida, soy tan pequeña, tan endeble, por eso no debería
recordar, ¿por qué tengo grabadas imágenes que ni siquiera he visto, palabras
que ni si quiera he oído, frases que ya percibo mezcladas con las notas de
Songe d´Automne?
-
Esto no puede seguir así- dice papá con amargura infinita-, nos matamos a
trabajar y a duras penas podemos comer, ¿qué porvenir le procuraremos a nuestra
hija?
-
Y ¿qué vamos a hacer?- interroga mamá-, no tenemos muchas opciones.
-
Arriesgarnos como en otras ocasiones hemos hecho, arriesgar todo a una carta
por última vez, buscar la tierra de los sueños, el continente de las
oportunidades.
-
¿Qué quieres decir? No comprendo a dónde quieres llegar.
-
América, quiero decir que en América tendremos las oportunidades que se nos
niegan aquí a nosotros y a nuestra hijita. Ahorraremos en los próximos meses lo
que podamos para los pasajes y para poder establecer en el nuevo mundo un
pequeño negocio, en unos meses partiremos hacia una nueva vida.
Así
empezó todo, empezó el sueño y con ilusión y todas las posesiones familiares a
cuestas, nos embarcamos en el buque más increíble de la historia, el Titanic.
No
recuerdo los primeros días de la travesía pero sí el momento álgido de la
tragedia. Papá entrando al modesto camarote con dos chalecos salvavidas, dice a
mamá que se lo ponga pero que esté tranquila, que se trata solo de un
simulacro. Mamá con una lágrima resbalando por su mejilla le replica, si fuera
un simulacro no me obligarías a sacar a la niña de su cuna en plena noche.
Los
botes salvavidas están muy lejos de los compartimentos de tercera clase,
solamente hay que dar una ojeada a las estadísticas y a la relación de víctimas
para comprobarlo. Imposible alcanzar la cubierta, impensable obtener un sitio
en un bote.
Desde
las cubiertas inferiores, entre una multitud de pasajeros aterrados,
presenciamos el descenso lento del último bote. Papá toma una decisión
desesperada, se arriesga por última vez en su vida para preservar la mía. Me
toma de los brazos de mamá, llama la atención de una persona con grandes voces
estridentes, es una camarera de primera clase, cuando los ojos azules-grisáceos
de la joven nos prestan atención, me arroja hacia el bote que lento va descendiendo.
Es lacerante el grito de mamá mientras dura mi arriesgado planear, aunque tapo
mis oídos en ese instante del recuerdo y por más que los aprieto con toda mi
rabia no consigo atenuarlo porque está en mi cerebro grabado con la tinta
indeleble del miedo que por mi corta edad jamás debí sentir.
Es reconfortable el calor que desprende el cuerpo de la
camarera que me abraza y me protege e incluso besa mi frente. Qué lindos ojos
tiene, ojos de color vida, estoy segura de que es la más bella mujer del trasatlántico.
Ya a salvo en otro barco, una mujer desconocida me arrebata
de los brazos de la joven camarera. Queda tan confundida la pobre chica, supone
que es mamá y no comprende a qué viene tal brusquedad en el gesto y la ausencia
total de agradecimiento. Se equivoca, la joven camarera está confundida, no es
mamá, a partir de hoy lo será para mí porque con toda seguridad ella ha perdido
a alguien tan diminuto como yo en el naufragio. Y le estaré agradecida porque
me proporcionaría la posibilidad de vivir una vida, tal vez no la mía, tal vez
no la más feliz de todas las posibles, pero una vida al fin y al cabo. Sin
embargo la mujer que me abraza ahora no es mi verdadera mamá, ella ha quedado
en el barco, se ha hundido con el Titanic mientras oía esa última canción de su
existencia. Esa misma canción que ahora suena en este metro repleto de prisas y
viajeros anónimos, esa eterna melodía hacia la cual me dirijo.
Un hombre con traje marrón de rayas pasado de moda varias
veces, interpreta la pieza. Nadie parece verlo, nadie parece oír su magistral
interpretación, parece como si en realidad no existiera. Yo sí puedo verlo y
escucharlo, clavo mis ojos ofendidos en su espalda y parece que él presiente mi
presencia. Se vuelve sin dejar de tocar, me mira y me saluda con breve
inclinación de su rostro y una sonrisa amable.
- Puedes sentarte a escuchar querida niña, hoy no será esta
la última pieza que interprete, después de esta, en este barco, habrá muchas
más.
Wallace Hartley acaricia su vetusto violín roído por la
humedad y por los lustros mientras yo le sonrío con ternura infantil.Ya lo saben ustedes queridos lectores, así es, lo han
adivinado, ya no hay supervivientes del Titanic con vida en nuestra época, ni
siquiera yo que era tan pequeña cuando en él me embarcaron he sobrevivido tanto
tiempo, por tanto, mientras el director de la orquesta empieza a abordar los
primeros compases de Nearer my god to Thee, en mi honor, me siento y me pongo
cómoda en un banco vacío y le respondo a Wallace:
- Hay situaciones que no se eligen y esta es una de ellas,
de todos modos creo que los fantasmas no deberíamos pasear ni tocar violines
por los andenes del metro.
- Nadie debería vagar eternamente, pero no tenemos más
remedio, somos portadores de los secretos de un barco hundido y, no obstante,
siempre vivo.
Ángel Utrillas es autor de “El último secreto de Titanic”.
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.86