Humor electoral
Esta explosión democrática, este acontecimiento festivo que debería ser la cita electoral, me pone de mal humor. Es algo que me ocurre desde hace unos años, demasiados años ya, y no me gusta. Pero no puedo evitarlo. Basta con echar un vistazo a mi alrededor o a la prensa o al televisor, para sufrir el cambio de ánimo temido. Como ocurre con las navidades, la precampaña electoral empieza cada año antes. Es insoportable, por no llamarlo directamente indecente, pasar meses enteros oyendo a los líderes de los partidos mayoritarios hacer propaganda, viendo sus caretos en carteles, sufriendo sus obras e inauguraciones sin tregua (“actos de fin de obra” lo llama ahora la aguerrida Aguirre). Me parece despreciable, económica, política, cultural y éticamente despreciable que se amparen en su situación poderosa, ventajosa de facto, para avasallar a la población. Pero me parece casi peor aún pensar que esa población pueda asumir su mensaje (o, mejor, el efecto que pretenden causar con su mensaje) y emitir un voto favorable que de otro modo no les daría. No me lo acabo de creer, no quiero creérmelo. Y sin embargo debe de ser eficaz tanto derroche, debe de surtir un raro efecto amnésico-milagroso que anula lo vivido durante los últimos cuatro años y agranda la bondad de las promesas e inauguraciones de la nueva campaña. Quizá los indecisos, el blanco predilecto de esas acciones, se sientan importantes y agradecidos ante tamaño despliegue, y vean la luz al final del túnel de su indecisión. A mí, por el contrario, me hace dudar de sus intenciones... Me gustaría creer que yo en su lugar actuaría de otra forma, que no exprimiría así la perversión de un sistema tremendamente injusto y claramente bipartidista; pero igual todo es obra de algún virus que en época de elecciones convierte en abusones a quienes gobiernan y alela a los gobernados, y lo mismo no hay vacuna ni alternativa... No, imposible, siempre hay alternativa.
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