
Valdemoro se ha sumado a la ola de solidaridad con Ucrania desde que el pasado 24 de febrero Putin invadiera el país.
Desde la disolución de la Unión Soviética en 1991, Rusia siempre ha pretendido mantener a los territorios postsoviéticos, entre los que se encuentra Ucrania, en su esfera de dependencia y alejados de la influencia de la Unión Europea y de la OTAN. Este tirante hilo de unión entre las potencias ha generado, a lo largo del tiempo, un clima de tensión constante entre ambos países.
En 2014, Putin firmó la anexión de la península ucraniana de Crimea a Rusia, pese al no reconocimiento de la comunidad internacional. Esta decisión fue el resultado de constantes conflictos entre prorrusos y defensores de la independencia de Ucrania en el territorio, que terminaron por extenderse a la región del Donbás. Allí, los grupos separatistas de Donetsk y Lugansk reclamaron también integrarse en Rusia.
Hasta la fecha, este había sido el mayor conflicto entre ambas potencias desde su separación. Pero a principios de 2022, Rusia empezó a trasladar tropas a sus fronteras con Ucrania, amenazando con un posible despliegue —que finalmente efectuó— ante el acercamiento entre el presidente ucraniano Volodímir Zelensky y la Unión Europea.
Desde la madrugada del jueves 24 de febrero, cuando estalló la guerra, el día a día de los 300 ucranianos empadronados en Valdemoro se ha teñido más que nunca de azul y de amarillo. Los vecinos del municipio han empatizado con el dolor de los millones de familias afectadas por esta crisis humanitaria y no han tardado en movilizarse para enviar ayuda y acoger a refugiados.
“Nadie está preparado para una guerra”
Con los pies en Valdemoro y la cabeza en Ucrania, su tierra, Larisa Korobova (1978, Chernivtsí) todavía no da crédito a las imágenes de su país que abren todos los telediarios. Ella vivía en Chernivtsí, una ciudad al oeste de Ucrania cerca de la frontera con Rumanía, conocida como “la pequeña Viena” por la estética de sus calles y su histórico bagaje cultural y arquitectónico.
Hace cinco años que Larisa sustituyó “la pequeña Viena” por Valdemoro. “Me gustó mucho este pueblo y mi pareja tenía trabajo aquí”, cuenta. Su familia y seres queridos se encuentran en el oeste y centro de Ucrania, algunos refugiados de los bombardeos en búnkeres, otros, en el campo de batalla. “Varios familiares míos han fallecido luchando o a causa de los bombardeos en Járkov. También tengo heridos en Odessa y, en general, mucho dolor que no se puede explicar con palabras”, expresa la vecina ucraniana.
Quedarse a luchar
La vida de los más de 44 millones de ciudadanos ucranianos ha quedado paralizada desde que estalló la guerra. A muchos de ellos no les ha quedado más remedio que dejar atrás su país, en un éxodo que es ya, según la ONU, el mayor de la historia de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Pese al clima bélico, la familia de Larisa no tiene pensado huir del país por el momento: “Ahora mismo no quieren irse de Ucrania, dicen que es su tierra y que tienen toda su vida allí”. Las agitadas conversaciones telefónicas que mantiene con ellos entierran sus esperanzas de que la situación mejore: “Es terrorífico. Ellos me cuentan que la ayuda humanitaria no llega muchas veces a los puntos precisos porque es muy difícil”.
“Nunca me había imaginado que pudiese ocurrir la masacre y los destrozos que están teniendo lugar en mi país”, lamenta Larisa, llena de “rabia, impotencia y mucho dolor en el alma”. Además de las personas heridas, fallecidas, desplazadas y obligadas a luchar contra los soldados rusos, Larisa también piensa especialmente en cómo está afectando esta guerra a los niños, muchos de ellos convertidos hoy en huérfanos. “Nadie está preparado para esta guerra tan injusta y terrible”, dice con tristeza.
Aunque asegura que se le hace muy complicado el día a día e imposible “ignorar psicológicamente lo que está ocurriendo”, Larisa agradece la ayuda que los valdemoreños están ofreciendo a Ucrania. “Se han volcado con el pueblo ucraniano”.
Ayuda
El padre Dorin Sas (1975, Cluj-Napoca, Rumanía) escuchó por primera vez el nombre de Valdemoro hace once años, justo el tiempo que lleva al frente de la Parroquia Rumana Ortodoxa Santos Mártires. “Después de ocho años siendo sacerdote capellán en una residencia de mayores pensé ‘tengo que cambiar algo en mi vida’. Yo quería ser sacerdote en una parroquia en la que hubiera bodas, bautizos y una comunidad de feligreses”, expresa el padre Dorin desde uno de los bancos de la iglesia.
Hace doce años que la comunidad rumana ortodoxa de Valdemoro gestiona la iglesia ortodoxa Santos Mártires, en el número 76 de la calle Marte. Hoy la iglesia cuenta con cerca de 1.600 fieles solo en Valdemoro, a los que se les suman feligreses de Pinto, Ciempozuelos, San Martín de la Vega, Seseña y Aranjuez.
“Por mis venas corre sangre rumana, pero yo ya me siento valdemoreño”, reconoce el sacerdote, que ve en la espiritualidad el punto que le ha acercado al municipio y a la sólida comunidad que se ha ido congregando desde 2011. Sin embargo, no niega que los primeros años se le hicieran algo complicados: “Aterricé aquí y no sabía ni el idioma”. Con el objetivo de que la lengua no supusiese una barrera para cualquier persona interesada en la liturgia ortodoxa, el sacerdote ha abierto las puertas del templo de par en par al celebrar una parte de la misa en rumano y la otra en castellano.
Cerca del 85% de la población ucraniana es cristiana y la mayoría de ellos profesa la fe ortodoxa, convirtiendo al cristianismo ortodoxo en la religión mayoritaria del país. Desde el inicio del conflicto, la iglesia Santos Mártires se ha volcado con el pueblo ucraniano, organizando campañas de ayuda para los residentes valdemoreños del país.
La comunidad eclesiástica rumana de Valdemoro también ha remitido dinero y productos de primera necesidad a dos diócesis que se encuentran en la frontera con Ucrania. “Los miembros de la Iglesia Ortodoxa están en primera fila y ofrecen comida, leche a los bebés, ropa, medicamentos y alojamiento. También hemos enviado algunas cajas a los niños ucranianos de un orfanato que ahora se encuentran en un centro de acogida en Rumanía”, añade Dorin.
Valdemoro, volcado
El Colectivo de Residentes Ucranianos, en colaboración con varias asociaciones del municipio, como Jóvenes Gigantes o la Asociación Con Otra Mirada, impulsó hace un mes la recaudación de alimentos, medicinas y ropa para enviar a las fronteras de Ucrania. “Somos familias que nos mantenemos unidas. Hemos participado en actividades culturales y ferias que ha organizado el Ayuntamiento”, explica Kristina Savchak, la presidenta del colectivo.
Kristina llegó a España en el 2000 y lleva doce años haciendo vida entre las calles de Valdemoro con su marido y sus hijos. “Estamos horrorizados, no hay palabras para describir lo que está pasando. No sé si es real o si me voy a despertar y me van a decir que es mentira”, lamenta la vecina, que tiene a muchos de sus seres queridos en Ucrania.
“¿Dónde están las tijeras?”, “¿quién tenía la cinta americana?” o “ya están todos los pañales empaquetados, podemos ir subiéndolos al camión”, son las frases que más se repiten estos días en las naves en las que se acumulan los cientos de donaciones que llevan recogidas —concretamente en el centro de actividades de Amival, en el Centro de Emergencias de la Policía Local y en las parroquias San Vicente de Paúl y Santos Mártires—.
Pero, pese a la empatía y al esfuerzo que Valdemoro ha mostrado durante estas últimas semanas, las ayudas empiezan a caer. Desde el Consistorio han comunicado que todavía se necesitan más voluntarios para clasificar lo recaudado y empaquetarlo en las cajas que cruzarán media Europa metidas en camiones y coches durante los próximos días.
Encontrar refugio
Una maleta de cabina, el bolso del portátil y una mochila eran el equipaje con el que Daria Myroshnychenko salió hace un mes de su casa familiar en Dnipró —ciudad al este de Ucrania— para huir del clima bélico que azota al país. Pero lo más valioso para Daria se quedó dentro de las fronteras: su hermano tenía que luchar en la guerra y sus padres se negaron a abandonar su hogar. Con rumbo indefinido, huyó con su mejor amiga a Varsovia, donde sus caminos se tuvieron que separar. Ella pudo refugiarse en la casa de un familiar, pero allí no había hueco para Daria. La joven, de 31 años, decidió entonces comprar el último billete que quedaba en un autobús con destino España.
Los casi 3.000 kilómetros de trayecto conectaron las vidas de Alba Gómez (1999, Valdemoro) y Daria a través de una amiga de la española que viajaba en ese mismo autobús. “Mi amiga estaba en Varsovia y coincidió con Daria en el viaje de vuelta a España. Escribió en sus redes sociales su situación y, directamente, me fui a hablar con mis padres”, cuenta Alba.
Ya han pasado tres semanas desde que Alba y su familia se encontraron con Daria en la estación de Atocha. Para conectarles no ha habido más intermediarios —ni asociaciones, ni instituciones— que una “historia en Instagram”. Daria sopló las velas de su cumpleaños nada más llegar y, desde entonces, es una más en casa de Alba. “La convivencia con ella es genial. Daria es un sol y siempre quiere colaborar con todo”.
Alba y su hermana se las ingenian para comunicarse con Daria, con la que no comparten ningún idioma —ella habla ucraniano y ruso y las de Valdemoro, español e inglés—. “Al principio, nos comunicábamos por el traductor. Lo primero que hizo Daria al llegar fue apuntarse a clases de español y ahora empieza a entendernos. Aun así, hablamos un montón con gestos para hacérselo más fácil, parece que estamos jugando a hacer mímica”, relata la vecina de Valdemoro. Desde la semana pasada, los refugiados ucranianos de Valdemoro pueden apuntarse a clases gratuitas de español impartidas por voluntarios en el Centro de Actividades Educativas.
Además, la familia de Alba se ha puesto en contacto con vecinos ucranianos de Valdemoro para presentarles a Daria. “Quedamos un día a la semana para vernos todos y hablar un rato”, cuenta Alba. Aparte del idioma, Daria puede disfrutar de otra de sus pasiones, el tango. “Ahora también baila flamenco —descubre, Alba—. Vio un espectáculo y le encantó”.
De momento, Daria tiene abierta la puerta de su casa en Valdemoro indefinidamente. “Hay que pensar muchas cosas antes de acoger a alguien y nosotros lo hemos hecho con todas las consecuencias. No sabemos cuándo va a acabar esto, pero ella tiene casa aquí todo el tiempo que quiera”.
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