Condenados a caminar
Dentro de poco hará un año desde que conocimos a este diminuto adversario que nos tiene encarcelados en nuestras casas, en nuestras ciudades.
Ahora es cuando se hace tan valioso haber elegido bien tu vivienda. Orientada al sur, con un pequeño balcón… chorradas que tu pareja no consideraba necesarias en el estresante momento en que decidiste comprarla. Y es que ese es el calvario que se repite cada día, como en la película Palm Springs, en la que hagas lo que hagas te despiertas igual, en esa casa que no termina de convencerte, porque está orientada al frío invierno de una calle anodina y gris.
Al principio me comparé con aquellos estadounidenses durante la segunda guerra mundial, a miles de kilómetros de la batalla. Elogiando desde el balcón a los héroes que se enfrentaban al enemigo en primera línea y lamentando los cientos de fallecidos. En cuanto pudimos salir a pasear, nos sentimos agradecidos por ese sencillo hábito que muchos habíamos dejado de lado. En coche va uno más rápido, pero sobre todo más lejos. Yo sentía que esta pandemia era como aquel relato de Bradbury en la radio, que atemorizó a su audiencia durante horas por una invasión alienígena.
Aficionada a las películas de ciencia ficción con miles de planes distópicos y apocalípticos, no me resulta difícil imaginar que nos observan desde algún televisor, como en el Show de Truman. A veces miro hacia arriba para ver al científico loco que me hace correr en el laberinto de mi ciudad, en busca de un trozo de queso. Llevamos tantas semanas confinados, que en una ciudad sin cine y sin centro comercial, lo único que puedo hacer es comer y ver la tele. Ya no me apetece hacer deporte, correr. Ni siquiera la clase de zumba online me motiva.
Cuando cayó la gran nevada que taponó mi puerta, con casi cincuenta centímetros de nieve, me puse las botas de montaña, los pantalones de esquiar y cogí la cámara de fotos. Durante un par de días disfruté de aquel paisaje de azúcar, del espejo de luz brillante, cegadora. Lo que no sabía, es que de nuevo se pondría a prueba mi paciencia. Durante los siete días que estuvimos sin agua, ir al super resultó una carrera de obstáculos, y volví a saludar a mi ordenador en el escritorio en vez de a mis alumnos en el aula.
Se me pasó por la cabeza caminar y caminar hasta llegar a la provincia de Toledo, con la infantil pataleta de salir de la comunidad. Viviendo en pueblo de frontera no tiene mucho mérito, cinco kilómetros es un paseo para los del grupo de Senderismo. Y entonces visualicé a los que ayudaban a cruzar los Pirineos cuando Franco dominaba el país. Me siento encarcelada en nuestra ciudad, como los berlineses controlados por los rusos; con toque de queda y peligro de reunirse bajo amenaza de multa; o lo que es peor, el escarnio de los vecinos porque estás siendo una persona poco juiciosa y pones en peligro a toda la comunidad.
Solo me falta ponerme el pijama de rayas antes de salir por las calles, por los caminos que bordean este campo parduzco, ahora sorteado de árboles mutilados por la nevada. Después de un año volvemos al principio, como ese sendero circular de algunos parques que, con suerte, tienen un lago. Estamos condenados a caminar.
Quisiera volar, quisiera viajar… y no solo en un transporte público abarrotado para ir al trabajo. Es difícil decirle a la cabra que permanezca en el redil cuando conoce la libertad de los riscos. Deseo que vuelvan a brillar las luces en la plaza, y bailemos todos al son de una batucada en carnaval, y saltemos y vitoreemos al grupo de moda que viene a cantar hasta que gastemos la noche.
Sabemos que cuando París fue liberada de los nazis, no tardó mucho en florecer la esperanza y el amor de vivir. Pero hasta que todos estemos vacunados y nos quitemos este horrible bozal, estamos condenados a caminar. Siento que la tierra nos invita a contemplar el paisaje que florecerá impertérrito ante los devenires. Es posible que aún no hayamos comprendido que es necesario aceptar y dejarse fluir.


















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