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Agustín Alfaya Rodríguez

La tercera ola

Martes, 31 de Marzo de 2020 Tiempo de lectura:

Mientras leía en ‘Público’ una columna de César Calderón titulada ‘La tercera ola: Pandemia democrática’, me inquietaba el recuerdo del artículo publicado el día anterior en Zigzag en el que unos guardias civiles de Valdemoro, presuntamente, se habrían extralimitado en sus funciones al detener a un ciudadano con métodos expeditivos propios de otras épocas y de otros sistemas políticos. Y me inquietaba no tanto por el acto en sí de los agentes de la autoridad, sino porque una buena parte de los ciudadanos justifican y hasta jalean estos comportamientos propios de estados autoritarios. En la noticia de Zigzag, incluso un partido político con responsabilidades de gobierno aplaude la polémica acción de los agentes.

 

Dice Calderón en su artículo que si has nacido a la orilla de la mar, como es su caso y el mío, sabes sin que te lo haya explicado nadie que la marea sube y baja dos veces por día o que las olas viajan hacia la costa en series de tres, y que la más grande y peligrosa siempre es la tercera. Me parece una buena metáfora de la situación en la que nos ha instalado el COVID-19.

 

La primera ola, la pandemia sanitaria, ha metido el miedo en el cuerpo a la humanidad, con decenas de miles de muertos y millones de infectados reales. La segunda ola, que ya podemos experimentar, es la crisis económica efecto de la pandemia que zarandea el estado de bienestar y que los expertos dicen que dejará millones de desempleados.

 

Y aunque todavía no se ve con claridad, sí se vislumbra la tercera ola, la más terrorífica de las tres: el cuestionamiento de la democracia. Esta ola está empezando a crecer y amenaza con impactar contra el rompeolas de la protección social estatal que está siendo destrozado por los impactos de las dos primeras olas.

 

Sin salir de Europa, ahí tenemos a la Hungría de Orbán que acaba de aprobar una ley que autoriza al Gobierno a alargar indefinidamente el estado de alarma, es decir, gobernar por decreto con poderes extraordinarios y sin límite temporal. Una de las medidas que se contemplan en esa ley es castigar con cinco años de prisión a quienes publiquen “informaciones falsas o distorsionadas”. El Gobierno húngaro y su mayoritario partido justifican “la necesidad” de esta ley “para proteger a los ciudadanos”.

 

Amparados en el estado de alarma y confinamiento necesario y obligatorio, en nuestro país empiezan a resurgir tics autoritarios. Oportunistas y demagogos partidistas de toda laya aprovechan el escenario de la cuarentena y suspensión de dos derechos esenciales, el de reunión y de libre circulación, para glorificar la uniformidad y la obediencia. Las metáforas bélicas que utiliza el Gobierno en sus ruedas de prensa, por ejemplo, para arengarnos a la unidad y exhortarnos a acatar sus decisiones, no me parece el lenguaje más conveniente desde el punto de vista democrático en esta situación de excepcionalidad. Ni este virus ni ningún otro tienen autoconciencia ni intencionalidad y declararles la guerra es una argucia política del reino de la demagogia.

 

Pero quizás lo más inquietante de estos días es la proliferación de elogios por parte de intelectuales, tertulianos y comunicadores a cómo países autoritarios han gestionado la crisis. Ponen como ejemplo a China, país en el que se originó el problema, obviando que es una dictadura en la que no se respetan los derechos humanos y en la que los dirigentes pueden acabar con la vida, la hacienda, la libertad o la reputación de cualquier ciudadano en base a comportamientos aparentes.

 

El miedo paraliza la razón. Y la COVID-19 nos ha metido el miedo en el cuerpo porque aún no tenemos una respuesta eficaz contra su mortífero poder. Hoy es imposible vivir sin temor. Si no tememos por nosotros, es inevitable temer por la vida de nuestra familia o de la gente que conocemos y apreciamos. En esta situación de alarma, porque la vida de la gente está en peligro, la salud pública es la prioridad absoluta, pero esta preferencia vital no debe llevarnos a la histeria ni mucho menos a justificar o jalear abusos de poder. Conquistar el respecto efectivo por la dignidad humana es algo que ha costado muchos siglos y mucha sangre, y aun hoy está lejos de ser un derecho universal. No la jodamos.

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