La fiesta de los ilusionistas
Si los programas electorales están para incumplirlos, como decía cínicamente el profesor Tierno Galván, los pinteños (y los españoles en general) estamos de suerte. Sabido es que muchas de las propuestas electorales se anuncian sin ninguna intención o posibilidad de cumplirlas.
Los partidos políticos proclaman durante la campaña electoral que sus programas electorales son “contratos con la ciudadanía”, pero saben que las promesas y propuestas recogidas en ese “contrato” no tienen valor jurídico. Es un hecho que celebradas las elecciones, una buena parte de esas promesas suelen pasar al olvido.
Cierto que los ciudadanos nos quejamos mucho de esos incumplimientos, pero no es menos cierto que luego volvemos a votar a quien nos ha engañado. Y así, los políticos nos han ido perdiendo el respeto a los votantes como lo harían unos comerciantes tramposos con las clientelas que nunca reclaman la garantía.
Según una encuesta de la Fundación Transforma España, más del 80% de los ciudadanos consideran los programas muy importantes o bastante importantes, siendo el elemento decisorio de voto para el 50% de los entrevistados. Sin embargo, solo el 0,2% de éstos creen que las promesas electorales se cumplen totalmente y el 9,1% que se cumplen en gran parte. Estos datos arrojan aparentemente una contradicción, pues mientras una gran parte de ciudadanos otorga importancia a los programas electorales y la mitad los considera un elemento decisorio en su intención de voto, sólo 1 de cada 10 se los cree. Es decir, damos por descontado que los partidos políticos nos mienten al incluir en sus programas electorales medidas que o no piensan o no pueden cumplir.
Siempre me ha parecido que es ahora, en los periodos electorales, cuando los políticos se convierten en unos magníficos prestidigitadores. Los mejores. Sacan de sus chisteras los grandes conejos blancos de las soluciones a todos los problemas y con su labia fácil, que ellos dominan como nadie, nos hacen creer otra vez que todas nuestras denuncias, que todas nuestras carencias, serán por fin escuchadas, colmadas. Es la fiesta de la ilusión y de los ilusionistas.
Pero acabada la fiesta, volverá -otra vez- la sensación de esterilidad e impotencia, el rictus del amargo escepticismo, el fatalismo, la impresión de estar clamando en el desierto, el aquí nunca pasa nada.
Y seguirá sin pasar porque los ciudadanos no tenemos el control de las elecciones. No elegimos a las personas, sino a una lista que nos imponen las elites de los partidos. Así se da la paradoja de que es más importante para un candidato tener buenos contactos con su ejecutiva que con los ciudadanos que le eligen.
Cuarenta años después, tenemos una democracia cada vez más débil por su pérdida de credibilidad y autenticidad. Ya es hora de que seamos los ciudadanos -y no las elites de los partidos políticos- quienes decidamos las personas que queremos como alcaldes, alcaldesas, concejales y concejalas y que nuestro voto no sea un mero ‘sí bwana’ a toda una lista electoral.
Hace decenios que vengo proponiendo que, al menos en las elecciones locales, los ciudadanos tengamos la facultad de elegir a las personas -sean del partido que sean- que nos merezcan confianza y no a una lista cerrada y bloqueada. Sé que clamo en el desierto, pero si como dicen hay que ser un poco ingenuo para seguir motivado, continuaré confiando en que algún día pueda ver la luz el empoderamiento electoral ciudadano. Así sea.
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