El fin de semana pasado, Francia fue la capital del mundo de la libertad. Millones de personas se manifestaron contra el terrorismo yihadista en distintas ciudades, con epicentro en París, protagonizando un hecho histórico que representa un punto de inflexión decisivo en la actitud de la sociedad europea frente a la amenaza yihadista.
Estas manifestaciones, en las que participaron más de 50 líderes mundiales (los presidentes de Francia, Alemania, Gran Bretaña, España, Italia… y hasta de Israel y de Palestina), han sido un mensaje de las democracias que no están dispuestas a cruzarse de brazos mientras sobre ellas los totalitarios ejecutan una condena a muerte ordenada por sus organizaciones que consideran la libertad de expresión y los derechos humanos como aberraciones contra las cuales cualquier crueldad está justificada. El mundo libre, como en otras encrucijadas de la historia, ha demostrado que sabe reaccionar cuando sus valores supremos, los que definen nuestro modo de vida, están amenazados. Porque precisamente en Europa, aunque hemos sido protagonistas de horrores a lo largo de la historia, también es el espacio en el que ha florecido la civilización más luminosa y democrática que la humanidad ha conocido.
Más allá del gesto histórico de la presencia de jefes de Estado y Gobierno de numerosos países en la manifestación de París, la demostración cívica es una instrucción clara a esos líderes, especialmente los europeos, de que cuentan con el respaldo popular para adoptar normas que eviten, por ejemplo, que dibujar en una revista o comprar en una tienda judía pueda costar la vida. La imagen de la multitud pidiendo a los francotiradores de la policía francesa que se pusieran en pie sobre los tejados para vitorearlos y aplaudirlos plasma muy bien el respaldo ciudadano a las iniciativas que protejan de una manera eficaz a las democracias europeas.
Veremos si cuando se enfríe la indignación popular Francia y Europa no vuelven a donde solían… Porque la realidad es que en Francia, en los guetos donde habitan sólo emigrantes e hijos de emigrantes, la ley la imponen los caids (matones) del hachisch y los salafistas. Todos los franceses lo saben; todos los políticos lo admiten. Médicos de guardia, carteros, bomberos y, por supuesto, policías no se atreven a entrar en esos territorios conquistados a la República. Y esto no se puede tolerar en ningún país, y menos aún en la cuna de las libertades.
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