La profesora de una niña -la hija de Verónica a quien desahuciaron hace unas semanas en Parla, en un desalojo muy criticado por la PAH por la “extrema agresividad en la carga policial”- describe en una conmovedora carta el coraje y la impotencia de una familia ante su inminente desahucio.
Hoy es 1 de mayo, día del trabajador y, aunque al otro lado de la ventana, el sol brilla con todo su resplandor, siento que el mío está nublado. Hoy mis labios adoptan un trazo convexo. Hoy me pesan los pasos. Hoy… se me duermen las palabras…
Y es que hoy, día del trabajador, estoy de resaca, porque a las 5:30 de ayer,
30 de abril, sonó mi despertador, una hora y media antes de su rutina diaria.
Sonó antes porque a las 7:00 estaba fijada la hora a la que muchas personas se
concentrarían para evitar que una familia compuesta por una madre, que hoy no
puede celebrar el día del trabajador porque lleva varios años en paro, y su
hija de catorce años, iban a ser obligadas a abandonar su casa y quedarse en la
calle. Resulta que la niña es alumna mía. La veo cada día. De vez en cuando la
miro a los ojos y le explico el complemento directo y le hablo de la
comprensión de textos. Le hablo de comprensión en un mundo incomprensible para
ella…
El mundo de las contradicciones, del cielo en el infierno, de la esquizofrenia,
en el que tan solo 1 metro separa un colegio concertado, construido con suelo
público regalado, de una colonia de viviendas de alquiler social, cargado de
gente que ya ha experimentado la dolorosa experiencia del impago, de los avisos
de desahucio, de sentirse “al otro lado del río”, al borde de la
exclusión. El recuerdo constante, mirando a la otra acera, de los que tienen
para pagar, de los que tienen viviendas unifamiliares con jardín, mientras
ellos se devanan los sesos por encontrar el modo de conseguir los 370 euros de
ese alquiler de supuesta “ayuda” más los 100 de comunidad…
Confieso que tengo que tragar saliva cuando la niña, a las 8:15, baja a la
calle para ir al instituto y en medio de la multitud y el camión de mudanzas
como testigo, se despide de su madre que la besa varias veces la mejilla
mientras ella intenta retener las lágrimas que hablan de que, probablemente, la
vida acaba de cerrar, de un portazo, la puerta de su infancia.
Los ojos hinchados, desorientada, sin saber si tiene que dirigirse a derecha o izquierda, manteniendo la dignidad, mientras tiene que aceptar la ayuda de quienes, cada día, le dicen que hay que esforzarse por conseguir una formación para “ser alguien” el día de mañana. Mañana…
Ayer realizaba unas pruebas, en las que de forma anónima ella y sus compañeros
serán relegados a los últimos puestos de una lista, como otros años,
acostumbrándoles a ser los últimos, los olvidados, culpabilizándolos de su
falta de ambición y de esfuerzo…
No imagino cuántas horas pueden caber en los cincuenta minutos que contiene
cada una de las tres clases a las que asistió antes del recreo. No puedo
hacerme a la idea de a qué ritmo debía de bombear su corazón.
A la hora del recreo tres compañeras, una ex alumna del instituto y yo, nos
volvemos a acercar. Aproximadamente, quince policías, antidisturbios, furgones
de policía… La gente gritaba: personas desesperadas que, como esta madre y su
hija, viven en el continuo desasosiego de saber que serán, ellas, las
próximas víctimas. Gente pidiendo justicia a un cielo que parece estar sordo.
Volvemos al instituto. Pienso en mis dotes de actriz, que no son muchas,
porque, en mi siguiente clase, la niña estará frente a mí, sabiendo que yo sé
todo lo que está pasando. La clase que tengo preparada para hoy gira en torno
al día de la madre. ¡Qué buen tino!
El caos que se produce en clase después del recreo me crea dificultades para
encontrarla. No está. La orientadora sube y me dice que la ha visto, que se
quedará con ella y que va a intentar prepararla para todo lo que ha sucedido.
Aun sabiendo que nadie puede prepararse para ser arrojado abruptamente de su
mundo, sin que algo se quiebre. Un abandono más, añadido, a los que ya ha
curado.
Entretanto, me olvido del día de la madre y les cuento a sus compañeros lo
sucedido. Todos se quedan impactados. Un grupito de alumnas, con lágrimas en
los ojos, intenta buscar soluciones y decide hacer una colecta entre alumnos,
padres y profesores para sacar algo de dinero para ayudarlas. Catorce años…
¡Qué lección de humanidad! La niña se queda con su amiga toda la tarde para
evitar que escuche el punzante ruido de los cristales rotos de su vida. Un
engaño más, para aparentar una normalidad, que no es frecuente en su vida.
Son las 14:15. Volvemos a la casa. Ya no hay gente en la calle. Subimos. La
historia de sus vidas se ha instalado en el pasillo: las plantas han perdido su
frescura; los sueños, permanecen apoyados en una pared; lo juegos de infancia,
cuidadosamente colocados en una caja y, como único adorno, un cardo seco en un
gastado jarrón… y el trasiego de policías que entran y salen, que vienen, que
van, que preguntan, que nos piden que nos identifiquemos, que miran desde
arriba: somos La Colmena, de Cela. Estamos allí abajito, apiñados, como piojos.
Somos el esperpento, el lumpeproletariado. Nos pisan porque no nos oyen, no nos
ven: somos invisibles. No existimos.
Y sin embargo, ¡Cuánta riqueza tiene quien no tiene nada! El cielo en el
infierno. Como la señora de ochenta y tantos, que decía tener 25 y, que como ya
era vieja y no tenía nada que perder, tampoco tenía nada que callar. Y, con sus
piernecillas frágiles y su garrota al compás, gritaba: ¡Hambre de justicia y
dignidad!
El matrimonio rumano, que tras haber vivido hace siete años lo mismo, repetía:
“Lo que le hacen a uno, nos lo hacen a todos”. La mujer lloraba en el ascensor
y, tras atravesar Madrid, depositaba una bolsa de comida en el pasillo y nos
abrazaba considerándonos ya miembros de la comunidad del dolor. O el
señor que, como estaba en el paro, su trabajo era estar ahí, todo el día, de
pie, simplemente. Tótem de la compasión humana. Y allí, de pie, no dejaba de
pronunciar palabras llenas de sabiduría.
Mi memoria solo retuvo una, que espero que se quede grabada para siempre: “Solo
una persona puede ser presidente del gobierno, pero todas podemos ser
indigentes”.
Me he dado cuenta de que no sé el nombre de tantas y tantas personas que
pisaron ese pasillo: son gentes sin nombre. Por unas horas, revivimos la
Arcadia, en la que todos éramos iguales.
Hoy es 1 de mayo, día del trabajador. Ya no hay gente en la calle. Ya no hay
nadie en el pasillo, tan solo las plantas moribundas dan cuenta de la agonía.
Toda una vida, apretada, en un piso prestado sin agua, luz, ni gas. “Sentí como
si me violaran. Todos tiraban mis cosas unas encima de otras. Yo, que las
cuido tanto…”, decía la madre. Durante un rato, sólo buscábamos un
tesoro, imposible de perder ni en esas circunstancias por ser el símbolo de la
esperanza: una entrada para un concierto de sus ídolos. Había que encontrarlo,
si no, todo estaría perdido. Esa niña no podría agarrarse a una ilusión,
después del esfuerzo de todo un año de ahorros…Apareció el sobre con la
entrada; al menos, habíamos burlado una vez más el momento del desgarro.
Hoy pienso en ella, la niña de catorce años, a quien con cada póster que han
arrancado de las paredes de su cuarto, le han arrebatado cada flor de la
primavera de su vida… y nunca, nunca la podrá recuperar.
El próximo lunes estará ahí sentada, frente a mí y le explicaré el Complemento
directo y la comprensión de textos y puede que suspenda y formará parte de las
estadísticas que dirán que los chicos de Parla tienen un nivel académico muy
bajo y nos plantearemos mil formas de mejorar los resultados, que luego se
publicarán en no sé qué sitios, que compararán no sé qué cosas. Entretanto,
quizá, para no enfrentarme a mi propia conciencia, dirigiré mi mirada al feo
agujero de pladur que adorna la pared de la derecha, por el que se cuelan la
esperanza, la comprensión y la dignidad.
Dentro de unos días será el día de la madre. Este año no habrá flores, ni ropa,
ni frasquito de colonia. Este año la madre-coraje y su hija lo celebrarán,
solas, juntas, solas, al calor de una cerilla prestada, bajo el tenue brillo de
las estrellas.
¡Qué solos estamos cuando estamos solos! ¡Qué humanos nos sentimos en
comunidad!
Hoy es 1 de mayo… día del trabajador.
















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